Historia ganadora del concurso PARTE FINAL

 


Alyson Michalka es Lina



Josh Holloway es Sergio

He decidido no añadir más imágenes al final de la historia. A veces, la imaginación supera a la realidad. 

final manhood por Asami

El restaurante "La Belle Époque" era un esqueleto carcomido por el tiempo. Las enredaderas se habían tragado la fachada y el letrero de neón colgaba de un solo cable, balanceándose tristemente con el viento. Entramos. El interior estaba devastado. Las mesas volcadas, los cristales rotos crujiendo bajo nuestras botas.

—Aquí —dije, señalando un rincón. La mesa seguía allí, aunque cubierta de polvo y hojas secas—. Aquí me arrodillé. 

La memoria golpeó con la fuerza de un tren de carga. No una, sino dos. 

"La primera, la de Leonardo. La champaña, la luz de las velas, la cara de Sofía iluminada por la felicidad. Sus ojos diciendo "sí" antes de que sus labios pudieran formar la palabra. La sensación de plenitud, de tener el mundo en la palma de la mano." 

"La segunda, la de Lina. Volviendo a este lugar años después. No sola. Con mi guardia de élite, las "Valquirias". Mi rostro era una máscara de desprecio. Ordené a mis mujeres que lo destrozaran todo. Que quemaran las sillas de terciopelo, que rompieran la vajilla. Y en el centro del caos, di un discurso. Recuerdo cada palabra." 

"¡Este lugar es un monumento a una mentira! ¡A la mentira del ‘amor romántico’, una jaula diseñada por hombres para atraparnos! ¡Nosotras no necesitamos su protección ni sus promesas vacías! ¡Somos el futuro! ¡Un futuro forjado en la pureza de la hermandad!" 

Me llevé las manos a la cabeza, un grito ahogado en mi garganta. El conflicto era insoportable. Amaba este lugar y lo odiaba. Era Leonardo y era Lina. Era la víctima y la verdugo.

—¿Lina? —la voz de Sergio me sacó del trance.

Pero no estaba solo. Detrás de él, en la entrada del restaurante, había una figura. Alta, vestida con elegancia incluso en medio del apocalipsis.

Era Cora.

—Hermanita —dijo Cora, su sonrisa tan dulce como el veneno—. Sabía que tarde o temprano volverías a casa.

Aaron levantó su rifle al instante. —¿Quién coño eres tú?

—Tranquilo, cachorrito —dijo Cora, sin dejar de mirarme—. No estoy aquí para pelear. Estoy aquí para recoger lo que es mío.

Sergio se interpuso entre nosotras. —¿Cómo nos encontraste?

—Lina lleva un rastreador subdérmico. Una medida de seguridad para nuestros activos más valiosos. —Cora dio un paso adelante—. Tu amnesia, querida, no fue por un golpe. Fue un colapso. Emilia intentó dar un golpe de estado. Quería tu poder, tu influencia. La batalla en la que te encontraron los hombres fue el clímax de esa lucha. Salvaste a nuestro ejército, pero el esfuerzo te rompió la mente. Te salvé, te escondí, y te dejé donde estos… especímenes…pudieran encontrarte. Quería que recordaras lo que son. Débiles. Sentimentales. Condenados a la extinción. Quería que volvieras a nosotras más fuerte, más convencida que nunca.

Todo encajaba. La envidia de Emilia. La devoción de Cora. Mi extraña supervivencia. Era una marioneta en un juego mucho más grande. 

—Mientes —dijo Sergio.

—¿Miento? —Cora se rió—. Pregúntale a ella. Pregúntale a Lina. En el fondo, ella sabe la verdad. Siente el llamado de la hermandad. Siente el asco que le producen.

Me miró fijamente, sus ojos penetrantes. —Recuerda el poder, Lina. Recuerda la libertad. Recuerda cómo se sienten sus cuerpos retorciéndose bajo el tuyo cuando los liberas de su patética existencia. Es un éxtasis que ellos nunca comprenderán. Vuelve a casa. Vuelve a ser nuestra reina.

Detrás de ella, de entre las sombras de los edificios, aparecieron más mujeres. Docenas de ellas. Armadas, silenciosas, letales. Estábamos rodeados. 

—Se acabó, Sergio —dijo Cora—. Entrégala. O mueran todos

Sergio no bajó su arma. Aaron tampoco. Los miré. Dos hombres, solos contra un ejército. Por mí. Por el fantasma de un amigo que ya no existía.

Y en ese momento, la dualidad dentro de mí se fracturó. Leonardo gritaba traición, lealtad, amistad. Pero Lina… Lina sentía algo diferente. Sentía el poder. La superioridad. La lógica fría de la supervivencia. 

Aaron, siempre el impulsivo, tomó la decisión por mí. Con un grito de rabia, se lanzó hacia Cora.

—¡Hija de puta!

Fue como ver el mundo en cámara lenta. Las guardias de Cora levantando sus armas. Sergio gritando el nombre de Aaron. Y yo… yo moviéndome.

No para salvarlo. No para detenerlo.

Lo intercepté a mitad de camino. Mis manos se aferraron a su rostro. Sus ojos se abrieron de par en par, llenos de sorpresa y traición.

—Lo siento, guapo —susurré. 

Y lo besé.

El beso no fue tierno. Fue un acto de dominación absoluta. Mi saliva, cargada con el virus, se derramó en su boca. Sentí el poder fluir de mí hacia él, una corriente eléctrica que reescribía cada célula de su ser.

Su cuerpo se convulsionó violentamente en mis brazos. Sus gritos de agonía se transformaron en un gemido gutural, un sonido a medio camino entre el dolor y un placer insoportable. Lo sostuve con firmeza mientras sus huesos crujían, sus músculos se redefinían. Su mandíbula se suavizó, sus hombros se estrecharon, sus caderas se ensancharon bajo mis manos. El vello de su rostro pareció disolverse. Su pelo creció, oscureciéndose, cayendo en ondas sobre sus nuevos y delicados hombros. 

Cuando me aparté, el hombre que era Aaron había desaparecido. En su lugar había una mujer de belleza feroz, con los ojos de su antiguo yo pero ahora llenos de una devoción extática. Me miró, jadeando, y cayó de rodillas ante mí. 

—Hermana… —susurró, su voz ahora un contralto melodioso—. Gracias.

Miré a Sergio. Su rostro era una máscara de horror absoluto. El arma se le había caído de las manos. No estaba mirando a la nueva mujer en el suelo. Me estaba mirando a mí. Y en sus ojos, vi la muerte final de su esperanza. Vio la verdad. Leonardo se había ido para siempre. Yo era Lina. Y era un monstruo. 

Cora aplaudió suavemente. —Bienvenida a casa, reina mía.

Me acerqué a Sergio, pasando por encima de la arrodillada "Ariana". Él retrocedió un paso.

—Leo… —susurró, un último y patético ruego

Puse mi mano en su mejilla. Estaba fría.

—Leonardo está muerto —dije, mi voz tranquila, serena, despojada de todo conflicto—. Él era débil. Estaba lleno de dolor. Yo… yo estoy libre. Y tú también podrías estarlo. Podrías unirte a nosotras. Imagínalo, Sergio. Podrías ser tan… hermosa.

Fue la cosa más cruel que podría haber dicho. La oferta no era una amenaza, era una profanación de todo lo que habían sido.

Él me miró, y por un segundo, vi al chico de diecinueve años con el que había compartido sueños y cervezas. Vi el dolor de diez años de lucha, de pérdidas, de soledad. Levantó la vista, no hacia mí, sino hacia el cielo gris, como si buscara una absolución que nunca llegaría.

No gritó. No luchó. Cuando las mujeres de Cora lo rodearon, simplemente se quedó allí, un hombre roto en un mundo que ya no le pertenecía. Su destino era incierto y, sin embargo, terriblemente claro. Sería convertido o sería aniquilado. En cualquier caso, su guerra había terminado.

Me di la vuelta. Cora puso un brazo sobre mis hombros, un gesto de posesión y triunfo. Ariana se levantó y se puso a mi otro lado, mi nueva y devota creación. Juntas, nos alejamos del restaurante en ruinas, dejando atrás el último eco de mi humanidad.

No sentí culpa. No sentí remordimiento. La agonía de la dualidad había sido reemplazada por una vasta y tranquila certeza. Un propósito. El propósito de rehacer el mundo a mi imagen.

La reina había vuelto a su trono. Y su reinado sería eterno. Y solitario. Y absolutamente perfecto.

Fin 

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