Historia ganadora del concurso 1 parte
Alyson Michalka es Lina
Josh Holloway es Sergio
He decidido dividir el final de Asami en 2 partes, creo que
de esta forma quedará más emocionante el final.
final manhood por Asami
El silencio en la sala de interrogatorios era más denso que el hormigón de las paredes. Pesaba, olía a sudor rancio y al miedo de los hombres que me observaban. El barbudo, cuyo nombre aún no me habían dado, seguía con sus manazas apoyadas en la mesa, su cuerpo inclinado hacia mí como una torre a punto de derrumbarse. Sergio —mi Sergio, aunque ahora fuera un extraño de cuarenta años con la amargura grabada en cada arruga— me miraba con una mezcla de horror y una chispa de esperanza que se negaba a morir. Era esa chispa lo que más me aterrorizaba.
—Arriesgamos nuestro pellejo allá afuera —repitió el barbudo, su voz un gruñido bajo—. Muchos de nuestros amigos fueron convertidos en… en esas cosas, tratando de salvarte a ti. Así que, ¿por qué no me dices de una puta vez por qué eres tan importante para ellas?
Recordé la batalla. Las mujeres cayendo de los tejados como arañas, sus cuerpos ágiles y mortales. Recordé haber protegido al chico, a Mike, y la oleada de culpa que me ahogó cuando me di cuenta de que mi beso en la frente, un gesto de ternura casi maternal, lo había condenado. Lo había convertido en una de ellas.
—No lo sé —mi voz salió como un susurro, frágil, pero la enderecé, forzando la confianza que ellas, las otras, parecían admirar en mí—. Cuando desperté en ese barrizal, no recordaba nada de los últimos diez años. Para mí, la transformación acababa de ocurrir.
Sergio se pasó una mano por el pelo, ahora más escaso y con hilos de plata en las sienes. —Es verdad, Jack. Su historia sobre nuestra transformación… es exacta. Demasiado exacta.
El barbudo, Jack, soltó una carcajada seca. —¿Y eso te basta? ¡Joder, Sergio! Podría ser un truco. ¡Una historia que le contaron para meterse en tu cabeza!
—¡No es ningún truco, gilipollas! —salté, golpeando la mesa con la palma de la mano. El sonido resonó, sorprendiéndolos a todos, incluyéndome. La agresividad de Leonardo seguía ahí, un animal enjaulado dentro de este cuerpo de curvas y piel suave—. Yo soy Leonardo. Y ese hombre —señalé a Sergio— era mi mejor amigo. Mi hermano.
Me levanté, la silla chirrió contra el suelo. Caminé lentamente alrededor de la mesa, consciente de sus miradas siguiéndome, analizándome. No solo mi rostro, sino el balanceo de mis caderas, la firmeza de mis muslos bajo la tela gastada. Yo era un enigma para ellos: el enemigo en el cuerpo de un trofeo.
—Diez años… —dije, más para mí que para ellos—. Diez años y sigo teniendo veintinueve. Me dijeron que el virus… detiene el envejecimiento.
Noah, el científico que había permanecido en silencio en un rincón, asintió. —Los telómeros. El virus los desintegra. Las células dejan de envejecer. Biológicamente, eres inmortal. Una inmortalidad jodidamente perversa.
Inmortal. La palabra se quedó flotando en el aire. No envejecer. No marchitarse. Ser siempre joven, fuerte, deseable. Una parte de mí, una parte oscura y femenina que crecía como una enredadera en mi interior, encontró la idea embriagadora. Reprimí una sonrisa.
Me detuve frente a Aaron, el más joven y hostil de todos. El que me había desafiado en la otra sala. Me miraba con un odio tan puro que era casi una forma de deseo.
—¿Y tú qué, guapo? —le dije, inclinándome hasta que nuestros rostros estuvieron a centímetros—. ¿Te pone nervioso tenerme tan cerca? ¿Pensando en lo fácil que sería para mí… liberarte?
Su nuez subió y bajó. Sus fosas nasales se dilataron. Podía oler su miedo, su testosterona, un aroma que ahora mi cuerpo registraba de una forma completamente nueva. Era acre, animal… y extrañamente atrayente.
—Aléjate de mí, bicho —siseó.
—Leo, basta —la voz de Sergio era una advertencia.
Me reí, una risa gutural que no pertenecía del todo a Leonardo. — Tranquilo, Sergio. Solo estaba… familiarizándome con el personal. Después de todo, si voy a ayudarlos, necesito saber con qué clase de hombres estoy tratando. Hombres que encierran a una mujer indefensa en una sala de interrogatorios.
Jack bufó. —¿Indefensa? Tú eres un arma de destrucción masiva con un par de tetas. La pregunta es si estás de nuestro lado o si solo estás esperando el momento para detonar.
—Mi único recuerdo claro de los últimos diez años es haber estado en un campo de batalla rodeada de mujeres que querían matarme y de hombres que me apuntaban con sus armas. Desperté con un disparo en la pierna que me hizo un hombre que luego se transformó en mujer ante mis ojos. Mi mejor amiga, Cora, me dijo que yo era una líder entre ellas, que mi convicción las inspiraba. Que yo misma dije que quería el exterminio total de los hombres. —Hice una pausa, dejando que mis palabras calaran—. Pero la persona que recuerda haber dicho eso no soy yo. Es una extraña que vive en mi cabeza. La persona que está aquí, ahora, es Leonardo. Y Leonardo quiere respuestas. Y quiere recuperar su puta vida.
El silencio volvió a caer. Sergio me miraba, su expresión una tormenta de emociones. Finalmente, se dirigió a los demás.
—Se queda conmigo. Bajo mi responsabilidad. Es nuestra única oportunidad de entender a su liderazgo. Si podemos desbloquear sus recuerdos, podremos encontrar una debilidad. Quizás incluso una cura. —¿Una cura?
—Noah se rió sin alegría—. Sergio, el virus reescribe el ADN a nivel cromosómico. No es un resfriado. No hay cura para dejar de ser XX y volver a ser XY. La única "cura" es una bala.
—Entonces encontraremos otra manera —insistió Sergio, aunque su voz carecía de convicción—. Llevad a la otra prisionera, a la que era Mike, a los laboratorios. Quiero que Noah la estudie. A Leo… a Lina… la llevaré a un lugar. Un sitio de antes. Quizás eso ayude a su memoria.
Aaron protestó. —¿Estás loco? ¿Salir ahí fuera con ella? ¡Es un suicidio!
—Es un riesgo que estoy dispuesto a correr —dijo Sergio, y su mirada se clavó en la mía—. ¿Verdad, Leo?
Asentí, mi corazón latiendo con una mezcla de miedo y una extraña excitación. Salir de nuevo. Volver al mundo. Un mundo que, según parecía, yo había ayudado a destruir.
El viaje fue un descenso a los infiernos del pasado. Viajábamos en un vehículo blindado improvisado, traqueteando por carreteras destrozadas donde la naturaleza reclamaba el asfalto. Sergio conducía, tenso, sus nudillos blancos en el volante. Aaron iba en la torreta de arriba, desconfiado. Yo iba sentada en el asiento del copiloto, un prisionero de honor.
El paisaje era una tumba. Esqueletos de edificios, coches oxidados como cadáveres de bestias de metal. Y silencio. Un silencio antinatural, roto solo por el viento que silbaba a través de las ventanas rotas.
—¿A dónde vamos? —pregunté, después de horas de no decir nada.
—Al restaurante —dijo él sin mirarme—. Donde le pediste matrimonio a Sofía.
El nombre me golpeó como un puñetazo en el estómago. Sofía. Mi prometida. La última imagen clara que tenía de mi vida anterior. Su sonrisa, el brillo del anillo en su dedo, la promesa de un futuro que se había desvanecido como el humo.
—¿Qué fue de ella? —pregunté, temiendo la respuesta.
Sergio apretó la mandíbula. —Nadie lo sabe. Después de… del día cero, cuando todo se fue a la mierda, hubo caos. Los hombres empezaron a cambiar. Las mujeres, las originales, o se unieron a ellas o… desaparecieron. Nunca más la vimos.
Cerré los ojos y una imagen fugaz, violenta, asaltó mi mente. Un rostro de mujer, no el de Sofía, sino el de una desconocida, acercándose al mío. Un beso forzado, un dolor abrasador, el mundo derrumbándose. Mi transformación.
Y luego, otro fogonazo. Yo, de pie sobre un montón de escombros, vestida con un uniforme negro ajustado. Mi pelo rubio, mucho más largo, ondeando al viento. Una multitud de mujeres me aclamaba. Mi voz, amplificada por algún altavoz, resonando con una autoridad fría y absoluta.
"¡No son nuestros iguales! ¡Son el borrador de la creación, un error que debemos corregir! ¡Cada beso es un acto de purificación! ¡Cada hombre convertido es un alma salvada de la inmundicia de su propia masculinidad!"
Abrí los ojos de golpe, jadeando.
—¿Estás bien? —preguntó Sergio, mirándome de reojo.
—He… he recordado algo. —Mi voz temblaba—. Yo… yo era una de ellas. Peor. Yo era su profeta.
Sergio no pareció sorprendido. —Lo sé. O al menos, lo sospechaba. Cora me lo dijo una vez, hace años, en una negociación fallida. Dijo que su líder más inspiradora era alguien que entendía perfectamente al enemigo, porque una vez fue uno de ellos. Hablaba de ti.
La noche nos alcanzó en las ruinas de un pequeño pueblo. Acampamos en una gasolinera abandonada. Aaron se mantuvo a distancia, limpiando su rifle, su mirada una daga constante en mi espalda. Sergio encendió una pequeña fogata. El calor era reconfortante, pero no podía disipar el frío que sentía por dentro.
—¿Por qué? —le pregunté, mi voz apenas un susurro—. ¿Por qué me convertí en eso? ¿Por qué odiaría tanto lo que era?
Sergio se sentó frente a mí, al otro lado del fuego. Las llamas bailaban en sus ojos cansados.
—Quizás… quizás porque dolía demasiado. Perderlo todo. Tu cuerpo, tu futuro, a Sofía. A veces, el odio es más fácil que el dolor. Te da un propósito. Te convierte en un martillo, y de repente, todo el mundo parece un clavo.
Nos quedamos en silencio, escuchando el crepitar de la madera. Me quité las botas y masajeé mis pies. Eran más pequeños, más delicados que los de Leonardo, pero increíblemente resistentes. Todo mi cuerpo era así. Una máquina perfecta de supervivencia. Una máquina diseñada para la caza.
Me levanté y caminé hacia él. Me senté a su lado, tan cerca que nuestros muslos se rozaban. Él se tensó, pero no se apartó. El calor que emanaba de su cuerpo era diferente al del fuego. Era un calor vivo, humano. Masculino.
—Lo siento, Sergio —le dije, y las lágrimas que brotaron me sorprendieron. Eran lágrimas de Lina, no de Leo. Una emoción cruda, femenina—. Por todo. Por estos diez años. Por no haber estado aquí.
Él no respondió. Solo levantó la mano, lentamente, como si temiera que yo fuera un espejismo. Sus dedos ásperos rozaron mi mejilla. Un escalofrío recorrió mi espina dorsal. No era un escalofrío de miedo. Era… otra cosa. Una corriente eléctrica, un despertar. Mi cuerpo, este cuerpo de mujer, reaccionaba a su contacto de una manera que mi mente de hombre no podía procesar.
Me incliné hacia él, mis labios entreabiertos. Mi instinto me gritaba que lo besara. No para transformarlo, no por odio. Por una necesidad nueva y abrumadora. La necesidad de conectar, de sentir, de ser algo más que un monstruo o un fantasma.
Él debió ver algo en mis ojos, el abismo de mi confusión, porque retiró la mano bruscamente.
—No —dijo, su voz ronca—. No hagas eso, Leo. Por favor.
Se levantó y se alejó hacia la oscuridad, dejándome sola con el fuego y con una nueva y aterradora revelación: Leonardo estaba muriendo. Y a Lina, la mujer que nacía de sus cenizas, empezaba a gustarle el calor.
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